jueves, 28 de junio de 2012

Redes Sociales, en vida... ¿Y después de la muerte?



En los últimos años, hemos presenciado como la línea evolutiva de la tecnología se desmarcaba por completo de la que representa la evolución normativa, la cuál debería seguir la estela de la primera; garantizando el equilibrio tanto de los derechos de los usuarios de Internet entre sí (Usuario vs Usuario), como los de éstos frente a los diversos sectores que desarrollan su actividad en Internet (Usuario vs Google, Facebook, You Tube…), o los de aquellos que puedan verlos vulnerados indirectamente y como consecuencia del uso de este medio de comunicación (Usuario vs Virgin, Universal, Fox…).

Esta situación no es casual, y es que todos los temas relacionados con las nuevas tecnologías suponen una ardua tarea para cualquier jurista que se enfrente a ellos, y especialmente para el Legislador, puesto que están configurando una realidad jurídica totalmente distinta a la anterior. Es por ello que en la práctica, se ha pretendido solucionar (sin ningún éxito) con “parches legislativos”, en vez de con la verdadera creación de nuevas normas de Derecho positivo acordes con esa nueva realidad.

El problema de la protección de nuestros datos personales como usuarios de Internet, es un asunto de vital importancia para asegurar la protección de los derechos fundamentales al honor, a la intimidad y a la propia imagen, que recoge la Constitución Española en su Artículo 18. Estos derechos fundamentales, tradicionalmente chocan con los derechos fundamentales a la información, y a la libertad de expresión de quienes efectúan la injerencia en el ámbito privado del ofendido. Ante una confrontación de derechos fundamentales de tal calibre, la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional ha consolidado ciertos límites para que los derechos fundamentales a la información, y a la libertad de expresión prevalezcan sobre los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen: 1.- Que la información sea veraz y tenga siempre un ánimo informativo; y 2.- Que exista un interés general sobre la mentada información.

La existencia de las redes sociales ha propiciado una transmisión masiva de información, que aunque en la mayoría de las veces sea veraz y tenga un ánimo informativo, no suele tener un interés general (al menos como se concebía antes, pues el ofendido debía ostentar notoria popularidad). Como vemos, los derechos son los mismos, pero los límites se distorsionan según avanzan las tecnologías y se produce una apertura masiva de los canales de comunicación. ¿Qué entendemos ahora por interés general? ¿Debe entenderse que nuestros contactos de las redes sociales justifican ese interés general por el mero hecho de ser nuestros contactos? ¿Existen mecanismos de control suficientes? ¿Qué ocurre con toda esa información tras el fallecimiento del usuario? Todas estas preguntas son consecuencia de la inseguridad jurídica que existe al respecto. Los derechos están claros, pero los límites no.

 Me vienen a la cabeza infinidad de casos en los que estos “parches legislativos” que se han adherido a normas antiguas como la LOPD (1999) y la LSSI (2002) no han sido eficaces. ¿Quién no ha sufrido el acoso de Jazztel a la hora de la siesta? o ¿El spam de empresas como Lets Bonus, tras haber solicitado la baja? ¿Quién sabe si existen fotos que desconocemos en alguna red social de la que no formamos parte?;  es evidente que todos estos “parches legislativos” no solucionan el problema, puesto que no se adecuan a la realidad actual y no generan una coacción efectiva en aquellos que han de cumplirlas. El Legislador no se ha percatado de que el Derecho es una ciencia dinámica que ha de mutar, no sólo al compás de los cambios sociales, sino también al ritmo que avanza la tecnología.

Lo cierto es que nuestros derechos como usuarios de Internet se ven constantemente vulnerados por las condiciones que pretenden imponernos las grandes empresas como Google, Facebook, o You Tube; quienes pretenden lucrarse con un modelo de negocio basado en la información y en la imagen de los propios usuarios. De esta forma, hemos llegado a una absurda situación, en la que las resoluciones de las Agencias de Protección de Datos que son favorables a los usuarios de Internet, no pueden ejecutarse frente a los “gigantes de Internet”.

Por ello, el reconocimiento del “derecho al olvido en la Red debe entenderse como una medida principal, a la que deben seguir otras muchas accesorias encaminadas a hacer una coacción efectiva; puesto que sólo de esta forma el incumplimiento conllevará graves consecuencias para el incumplidor (lo cuál no ocurre hoy en día). Para ello, es necesario que exista un Sistema de Control de la Información que garantice que el buen uso de la misma  (permitiendo a los usuarios decidir qué información comparten, y elegir cuándo dejar de compartirla), y además crear un Tratado Internacional que obligue a personas físicas y jurídicas a actuar conforme a los intereses de los usuarios, y a cumplir las resoluciones de las diversas Agencias de Protección de Datos. Sin estos dos elementos, el reconocimiento del “derecho al olvido en la Red” no sirve de nada, puesto que no hay coacción… y sin coacción no hay norma efectiva. Todo ello puede sonar extremadamente complicado, pero ya dijimos al principio que la línea evolutiva del Derecho debe seguir a la línea evolutiva de la tecnología.

Paradójicamente, la solución a la pregunta de qué ocurre con toda nuestra información después de la muerte, la encontramos en la arcaica institución del “albacea” que introduce el Art. 901 del Código Civil (1889). El mencionado artículo, faculta al testador a encomendar cualquier gestión a la persona que considere oportuna, para que sea satisfecha tras el fallecimiento del mismo. Por tanto, bastaría con encomendar esa tarea a una persona de confianza, o a alguno de sus herederos (que en caso de renunciar al albaceazgo sin justa causa, perderá lo que le hubiese dejado el testador, a excepción de la legítima estricta), y optar por la modalidad del “testamento cerrado”, en el cuál deberán reflejarse las claves de las redes sociales, cuentas de correo electrónico, blogs, y demás espacios virtuales que quieran eliminarse. Otra posible opción sería, entregar directamente al instituido albacea un sobre cerrado con las claves (teniendo en cuenta la especial relación de confianza que debe guardar el testador con esta figura), y encomendarle verbalmente la gestión, aunque ya haya sido encomendada en el testamento.
Como vemos, la solución a los problemas que plantea la sociedad de la información a lo largo de nuestras vidas, no parecen tener una solución próxima en el tiempo. Sin embargo, las dificultades que supone gestionar la información de un familiar en Internet, tras una muerte repentina, encuentran una sencilla solución en el Código Civil que elaboró Florencio García Goyena en el año 1889.

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